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sábado, 4 de febrero de 2017

QUE NOS QUEDA DEL PASADO CON LA NATURALEZA




La necesidad de convivir con la naturaleza 

La convivencia con la naturaleza es una cuestión de supervivencia humana. No sólo nos proporciona sustento, sino también bienestar y felicidad. Seguramente por eso, en nuestras cada vez más masificadas ciudades siempre hay sitio para una planta, para una mascota, para un árbol, para un jardín. No podemos vivir sin ese contacto, aunque sea lejano, con la Madre Naturaleza.
¿Os acordáis de Félix Rodríguez de la Fuente? Fue él quien se empeñó en educarnos en la necesidad de lograr una convivencia armónica con la naturaleza. Lo hacía porque era un visionario. Tenía una idea revolucionaria. Estaba convencido de que el hombre ideal y feliz era el hombre paleolítico, aquel recolector y cazador perfectamente imbricado en el medio ambiente como un animal más, dotado de unos asombrosos conocimientos ecológicos y culturales, en armonía con esa naturaleza de la que se nutría y formaba parte.
 el ser humano no era una especie más, sino una síntesis de la naturaleza, con todo lo peor y todo lo mejor de ella, creada “con la nieblas del amanecer, con el aullido del lobo, el rugido del león”, en una estrecha y “compleja trama palpitante” e interdependiente. No es que quisiera que volviéramos a la Edad de Piedra, pero sí soñaba con que algún día recuperaríamos esa sensibilidad ecológica que nos haría más tolerantes y felices.

La idea se fue formando a medida que miraba los desafortunados pájaros moribundos. Por el contrario, la economía nada boyante, sugería una gestión de lo más negociada. Pero, a los vendedores no era fácil llevarlos al terreno de las ofertas.
A pesar de todo, opté por la construcción de una jaula de grandes dimensiones para aposentar los elegidos en la galería de casa. Una jaula que tuviera ramas y una buena zona de vuelo para que los pájaros se ejercitaran; agua con distintas profundidades para su baño, tierra y piedras.
Al coste de los pájaros había que añadir medicamentos y comida, elementos nada baratos. Así pasaron pinzones Fringilla coelebs, verderones Carduelis chloris, verdecillos Serinus serinus, jilgueros Carduelis carduelis, lúganos Carduelis spinus y pardillos Carduelis canabina. Tuve dos invitados de excepción: un acentor común Prunella modularis y una hembra de pinzón real Fringilla montifringilla de los que no logré rebajar su precio y que adquirí por curiosidad. Pasados unos días viendo su buen estado, los solté al punto de la mañana. Sobre todo, mucho antes a la hembra de pinzón real por ser tan irascible con el resto de pájaros. No soportaba que ningún otro ejemplar se posara junto a ella, propinándoles severos picotazos
La rentabilidad de las adquisiciones venía mediante una profunda dedicación a ellos, mirándolos a través del cristal de la puerta para ver los resultados. Desde allí observaba detenidamente la acción de todos los pajarillos. Disfrutaba al verlos comer, como rebuscaban entre la tierra alpiste y como volaban de un lado a otro. También era entretenido verlos hacer fila para acceder al mejor puesto en la piedra dentro del agua. Esos días sí que había algarabía. Era como si el primero en bañarse incitara al resto que lo seguía como un acto reflejo. Sé que nada tiene que ver una jaula con la libertad, pero, los pájaros comenzaban a cantar una vez estaban bien comidos y bien aseados. Y ése era mi pasatiempo, verlos recuperarse disfrutando de su presencia imaginándolos en estado salvaje.
El bullicio de los fringílidos y las semillas que caían fuera de la jaula atraía a los gorriones. Por ello, añadí un recipiente con alpiste y agua. 
Entonces apareció el protagonista de la historia; un solitario jilguero que los acompañó durante los tres meses siguientes. Era jocosa la situación cuando el jilguero parecía querer entrar en la jaula, al contrario que sus congéneres pensando en abandonarla. Aparecía posándose en la barandilla, y con cautela descendía hasta el alimento. Muchas veces coincidíamos uno frente al otro cuando reponía el recipiente de comida. Se marchaba y tardaba en regresar. Pasaron días hasta que el fringílido colorín se afianzó conmigo, y en vez de huir cuando reponía el alpiste, esperaba impaciente en el extremo de la barandilla y después bajaba. Me gustaba verlo llegar, cerniéndose indeciso y posándose seguidamente en su punto habitual, menos temeroso. Acompañaba a sus congéneres durante varios minutos rondando la jaula y después desaparecía, pienso que bien servido. 
Llegó la primavera y la cardelina dejó de venir (por supuesto que pudo ocurrir cualquier cosa, pero, prefiero pensar que se emparejó para criar). Faltaría más.

Cuando no hubo más pájaros para mercadear al regularse su captura y prohibirse su venta, los últimos de la jaula tenían los días de cautiverio contados. Se terminaba por fin, a pesar del fuerte rechazo (salvo exclusivos permisos), con la tradición y costumbre de cazar pájaros cantores de manera descontrolada. Era el principio del punto y final de unos hábitos deleznables que atentaban contra el patrimonio natural de todos.

Unos días después de abandonarnos el solitario jilguero, miré por última vez a los inquilinos de la jaula; estaban todos perfectamente trajeados. Abrí la puerta metálica del jaulón y comenzaron a salir. El bloque de mi casa estaba rodeado de huertos al ser un barrio periférico, y como no podía ser de otro modo, los vi alejarse acogidos por la primavera temprana de aquel año.


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