La necesidad de convivir con la
naturaleza
La convivencia con la naturaleza es una cuestión de
supervivencia humana. No sólo nos proporciona sustento, sino también bienestar
y felicidad. Seguramente por eso, en nuestras cada vez más masificadas ciudades
siempre hay sitio para una planta, para una mascota, para un árbol, para un
jardín. No podemos vivir sin ese contacto, aunque sea lejano, con la Madre
Naturaleza.
¿Os acordáis de Félix Rodríguez de la
Fuente? Fue él quien se empeñó en educarnos en la necesidad de lograr una
convivencia armónica con la naturaleza. Lo hacía porque era un visionario.
Tenía una idea revolucionaria. Estaba convencido de que el hombre ideal y feliz
era el hombre paleolítico, aquel recolector y cazador perfectamente imbricado
en el medio ambiente como un animal más, dotado de unos asombrosos
conocimientos ecológicos y culturales, en armonía con esa naturaleza de la que
se nutría y formaba parte.
el ser humano no era una especie más, sino
una síntesis de la naturaleza, con todo lo peor y todo lo mejor de ella, creada
“con la nieblas del amanecer, con el aullido del lobo, el rugido del león”, en
una estrecha y “compleja trama palpitante” e interdependiente. No es que
quisiera que volviéramos a la Edad de Piedra, pero sí soñaba con que algún día
recuperaríamos esa sensibilidad ecológica que nos haría más tolerantes y
felices.
La idea se fue formando a medida que miraba los
desafortunados pájaros moribundos. Por el contrario, la economía nada boyante,
sugería una gestión de lo más negociada. Pero, a los vendedores no era fácil
llevarlos al terreno de las ofertas.
A pesar de todo, opté por la construcción de una
jaula de grandes dimensiones para aposentar los elegidos en la galería de casa.
Una jaula que tuviera ramas y una buena zona de vuelo para que los pájaros se
ejercitaran; agua con distintas profundidades para su baño, tierra y piedras.
Al coste de los pájaros había que añadir
medicamentos y comida, elementos nada baratos. Así pasaron pinzones Fringilla
coelebs, verderones Carduelis chloris, verdecillos Serinus
serinus, jilgueros Carduelis carduelis, lúganos Carduelis spinus
y pardillos Carduelis canabina. Tuve dos invitados de excepción: un
acentor común Prunella modularis y una hembra de pinzón real Fringilla
montifringilla de los que no logré rebajar su precio y que adquirí por
curiosidad. Pasados unos días viendo su buen estado, los solté al punto de la
mañana. Sobre todo, mucho antes a la hembra de pinzón real por ser tan
irascible con el resto de pájaros. No soportaba que ningún otro ejemplar se
posara junto a ella, propinándoles severos picotazos
La
rentabilidad de las adquisiciones venía mediante una profunda dedicación a
ellos, mirándolos a través del cristal de la puerta para ver los resultados.
Desde allí observaba detenidamente la acción de todos los pajarillos.
Disfrutaba al verlos comer, como rebuscaban entre la tierra alpiste y como
volaban de un lado a otro. También era entretenido verlos hacer fila para
acceder al mejor puesto en la piedra dentro del agua. Esos días sí que había
algarabía. Era como si el primero en bañarse incitara al resto que lo seguía
como un acto reflejo. Sé que nada tiene que ver una jaula con la libertad,
pero, los pájaros comenzaban a cantar una vez estaban bien comidos y bien
aseados. Y ése era mi pasatiempo, verlos recuperarse disfrutando de su
presencia imaginándolos en estado salvaje.
El
bullicio de los fringílidos y las semillas que caían fuera de la jaula atraía a
los gorriones. Por ello, añadí un recipiente con alpiste y agua.
Entonces
apareció el protagonista de la historia; un solitario jilguero que los acompañó
durante los tres meses siguientes. Era jocosa la situación cuando el jilguero
parecía querer entrar en la jaula, al contrario que sus congéneres pensando en
abandonarla. Aparecía posándose en la barandilla, y con cautela descendía hasta
el alimento. Muchas veces coincidíamos uno frente al otro cuando reponía el
recipiente de comida. Se marchaba y tardaba en regresar. Pasaron días hasta que
el fringílido colorín se afianzó conmigo, y en vez de huir cuando reponía el
alpiste, esperaba impaciente en el extremo de la barandilla y después bajaba.
Me gustaba verlo llegar, cerniéndose indeciso y posándose seguidamente en su
punto habitual, menos temeroso. Acompañaba a sus congéneres durante varios
minutos rondando la jaula y después desaparecía, pienso que bien servido.
Llegó la
primavera y la cardelina dejó de venir (por supuesto que pudo ocurrir cualquier
cosa, pero, prefiero pensar que se emparejó para criar). Faltaría más.
Cuando no
hubo más pájaros para mercadear al regularse su captura y prohibirse su venta,
los últimos de la jaula tenían los días de cautiverio contados. Se terminaba
por fin, a pesar del fuerte rechazo (salvo exclusivos permisos), con la
tradición y costumbre de cazar pájaros cantores de manera descontrolada. Era el
principio del punto y final de unos hábitos deleznables que atentaban contra el
patrimonio natural de todos.
Unos días después de abandonarnos el solitario jilguero, miré por última vez a los inquilinos de la jaula; estaban todos perfectamente trajeados. Abrí la puerta metálica del jaulón y comenzaron a salir. El bloque de mi casa estaba rodeado de huertos al ser un barrio periférico, y como no podía ser de otro modo, los vi alejarse acogidos por la primavera temprana de aquel año.
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