Nuestra relación con la naturaleza
Desde pequeños estamos acostumbrados a admirar a diario las maravillas de las plantas y flores, nos gusta interactuar con los animales domésticos y saber cómo cuidarlos, alimentarlos y protegerlos. En muchos casos, nos encariñamos con ellos como si fueran parte de nuestra familia. También desde nuestra infancia nos maravillamos con aquellos animales que son salvajes y que se desplazan elegantemente por nuestro entorno o en lugares lejanos buscando su alimento. A ellos los podemos observar en lugares especialmente acondicionados para eso como los zoológicos o los parques botánicos y es menester de los humanos saber mantener, conservar y cuidar esos lugares y sus habitantes como corresponde.
La naturaleza también está presente cuando miramos el paisaje y nos asombramos por su belleza, cuando llueve y miramos las gotas caer en nuestra ventana. A veces nos asustamos con los truenos y nos dan miedo fenómenos climáticos muy violentos y peligrosos como los tornados, los maremotos o los terremotos. Las sensaciones que nos genera la naturaleza son infinitas. Todo esto nos prueba que nuestra vida está en directa relación con la naturaleza y aunque a veces creamos que ya no la necesitamos, ella está en todo y debemos cuidarla
No existe una relación ‘correcta’, sólo
existe el comprender la relación. La ‘relación correcta’, al igual que el
‘pensamiento correcto’, significa la simple aceptación de una fórmula. El
pensamiento correcto y el recto pensar son dos cosas diferentes. El pensamiento
correcto es simplemente conformarse a lo que es correcto, respetable, mientras
que el recto pensar es un movimiento, es el producto de la comprensión, y la
comprensión experimenta modificación y cambio constantes. Igualmente, hay una
diferencia entre la relación correcta y el comprender nuestra relación con la
naturaleza.
¿Cuál es su relación con la
naturaleza? Siendo la naturaleza los ríos, los árboles, los pájaros de
rápido vuelo, el pez en el agua, los minerales bajo la tierra, las cascadas y
pozas de poca profundidad. ¿Cuál es su relación con estas cosas? La mayoría de
nosotros no somos conscientes de esa relación. Nunca miramos un árbol, o si lo
hacemos, es con intención de utilizarlo, ya sea para sentarnos a su sombra o
para talarlo por su madera. En otras palabras, miramos a los árboles con un
propósito utilitario; nunca contemplamos un árbol sin proyectarnos a nosotros
mismos, sin emplearlo para nuestra propia conveniencia.
Hay un árbol junto al río, y hemos
estado observándolo día tras día por algunas semanas, cuando el sol
está a punto de asomarse. A medida que el sol se levanta lentamente sobre el
horizonte, por encima de los árboles, este árbol particular se torna
súbitamente de oro. Todas las hojas se ven radiantes de vida, y cuando uno
contempla ese árbol mientras las horas pasan ‑no importa el nombre del árbol,
lo que importa es su belleza- una cualidad extraordinaria parece extenderse
sobre toda la tierra, sobre el río. Y cuando el sol asciende un poco más, las
hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece conferir a ese
árbol una cualidad diferente. Antes de salir el sol se le ve melancólico,
sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día, las hojas
cubiertas de luz danzan y le dan al árbol ese peculiar sentimiento que uno
tiene de inmensa belleza. A mediodía su sombra se ha hecho más profunda, y uno
puede sentarse ahí protegido del sol, sin sentirse jamás solo con el árbol como
compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y
perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer.
Hacia el anochecer, cuando el cielo
occidental se ilumina con el sol poniente, el árbol se vuelve poco a poco
sombrío, oscuro, y se cierra sobre sí mismo. El cielo se ha vuelto rojo,
amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto, oculto, y descansa durante la
noche.
Si uno establece una relación con el
árbol, entonces está relacionado con la humanidad. Uno es
responsable, entonces, por ese árbol y por los árboles del mundo. Pero si uno
no se relaciona con las cosas vivientes de esta tierra, puede perder toda
relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros nunca observamos
profundamente la cualidad de un árbol; nunca lo tocamos realmente sintiendo su
solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que es parte del árbol. No
el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa que en la mañana agita
el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido del tronco y el silencioso
sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente sensible para
escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el ruido del
parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del conflicto
humano, sino el sonido como parte del universo.
Es extraño que tengamos tan poca
relación con la naturaleza, con los insectos, con la rana saltarina, con el
búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja. Parece que nunca
experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas vivientes de la tierra.
Si pudiéramos establecer una profunda y duradera relación con la naturaleza,
jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro apetito, jamás haríamos daño
a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias practicando en ellos la
vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos otros medios para
curar nuestras heridas, nuestros cuerpos.
Pero la curación de la mente es algo
por completo distinto. Esa curación tiene lugar gradualmente si uno está con
la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de hierba que empuja
a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por las nubes.
Esto no es
sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una relación con
todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. El hombre ha matado millones de
ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa matanza
podríamos obtenerlo por otros medios. Pero al parecer el hombre gusta de matar
cosas; mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran elefante. Nos
gusta matarnos los unos a los otros. Este matar a otros seres humanos jamás ha
cesado a lo largo de toda la historia de la vida del hombre sobre la tierra. Si
pudiéramos ‑y tenemos que hacerlo- establecer una profunda y perdurable
relación con la naturaleza, con los árboles reales, los arbustos, las flores,
la hierba y las rápidas nubes, entonces jamás mataríamos a otro ser humano por
ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos manifestemos
contra una guerra en particular ‑la guerra nuclear o cualquier otro tipo de
guerra- jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás hemos dicho
que matar a otro ser humano es el más grande pecado de la tierra.
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